El Botaguas

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miércoles, 9 de marzo de 2016

Día Uno. En el baño

En el baño. Qué escenario. Reviso el teléfono. Qué costumbre. Recibo un correo. Lo leo dos veces. Creo que entiendo. Dudo. En la firma leo a un José Antonio Ocampo. Director. El remitente dice trabajar en la escuela de Administración Pública de la Universidad de Columbia. En Nueva York, ¿dónde más? Me felicita por la admisión. ¿Quiso decir aplicación? Pienso. Vuelvo a leer. Me habla de la concentración en Economía y Desarrollo Político. Una de las más grandes en la institución, advierte. Hemos trabajado con el índice de felicidad en Bután, con proyectos de resiliencia en Tanzania y con centros de migrantes en Jordania; enlista. Como ves, termina el correo, las oportunidades de crecimiento son únicas y esperamos darte la bienvenida este otoño.
Silencio.
Silencio absoluto.
¿Este otoño?
¿A qué se refiere?
¿De qué bienvenida habla?
Ocampo es el director de la división a la que apliqué en Columbia. Hasta aquí voy bien. Pero, ¿de qué habla? ¿a qué admisión se refiere?
Silencio.
Regreso a la bandeja de entrada. Nada. Ningún correo nuevo.
Reviso las otras bandejas. Nada.
Escribo SIPA en el buscador del mail. Bingo. Ahí está. Un correo sin abrir.
El estatus de tu aplicación ha cambiado, dice. Y ya. Es todo.
Da click en esta liga para ver los cambios, concluye. Nada más.
¿Debo dar click? ¿qué encontraré del otro lado? ¿quiero seguir adelante con esto? ¿quiero leer el cambio de estatus en el baño de mi oficina?
Dejo de pensar. Doy click. El celular no responde. Las manos sudan. Los ojos nublados. La temblorina. El celular sin responder.
Entro.
Me pide que escriba el nombre de usuario. No lo recuerdo.
Que escriba la contraseña. Tampoco.
¡¿Qué chingados!?
Respiro. Una vez. Dos. Quizá tres. No importa.
Genero otra contraseña. La misma de siempre. Es mejor no ponerse obstáculos.
Estoy dentro.
El mensaje es el mismo: El estatus de tu aplicación cambió. Da click en la siguiente liga para revisar.
Lo hago.
No sé cuánto tiempo pasa. No sé cuánto tiempo llevo en el baño. Tampoco importa.
En la pantalla del celular aparecen serpentinas y confeti. Tengo en la mano mi carta digital de aceptación. Estoy dentro. Columbia me ofreció admisión. Soy un Seeple. La vida es otra. Todo cambió. De súbito. En el baño.
Lo que viene después es confuso. Brinco. Lloro. Ahogo algunos gritos. Vuelvo a llorar. Rio frente al espejo. Todo en el baño.
Aviso a mi familia. Aviso a David. Publico un tuit. ¿Adivinen a quién acaban de ofrecer admisión en SIPA? Escribo. Es todo. El cohete despegó y no hay forma de frenar el viaje.
Salgo del baño. Regreso al escritorio. Repito el procedimiento. Leo el mensaje. Leo la carta de aceptación. Es real. Está ocurriendo.
Capturo la pantalla. Publico la captura en Facebook. Tengo que hacerlo. Siento la necesidad de gritar al mundo que estoy dentro. Que lo logré. Siento la urgencia de convencerme. De demostrar(me) que es real. Que lo hice.
Y funciona.
Llueven los mensajes, las reacciones, los buenos deseos y las felicitaciones. Me siento arropado. Me siento valioso. Me siento feliz.
No es tiempo de cantar victoria. Estoy dentro pero necesito dinero para cubrir la colegiatura --de una de las escuelas más caras del mundo-- y los gastos de vida --en una de las ciudades más caras del mundo--; pero estoy dentro. Soy un seeple. Estoy en Columbia. A pesar de todo --y a pesar de mí--, lo logré.