Es la segunda entrada -de 10- en que hablo de un crush. O si se quiere, de EL crush.
Si no fuera el que escribe, pensaría que este espacio pertenece a una joven de pantaletas húmedas y amoríos de arena.
Pero no es así, de joven me queda poco y mis pantaletas hace tiempo están secas.
Como sea, gracias a la magia de las redes sociales, me entero que es cumpleaños del individuo con el superpoder de engordarme el sudor.
Ese intern de vaqueros ajustados y sonrisa devastadora está por sumarse otro año de futbol, borracheras y amoríos casuales.
Y es que, todo tejano que se precie debe cumplir con al menos dos de las tres actividades arriba mencionadas. Si no, el Tío Sam llora.
Del cumpleañero sé el nombre, el azul de los ojos y la dosis de frío que robe a sus manos.
Mi memoria es mala y la concentración peor, por eso no aseguraría que las frases cruzadas suman diez; probablemente apenas superan las cinco.
Pero no importa. A mi libido poco le importa su indiferencia. Al final del día, de él tengo lo que una vez dado no se recupera. ¿O es que alguien conoce un modo para exigir de vuelta un recuerdo?
Lo dudo.
¡Felicidades S.! Sabe que nada nunca será como tu bola. Sí, en singular.
lunes, 30 de julio de 2012
lunes, 23 de julio de 2012
Coraje.
La palabra que titula esta entrada se escondió cuando quise terminar una relación malsana.
También sirvió de asunto al correo electrónico donde enlisté los porqués del truene.
¿Que por qué escribí mis razones?
Pues porque acabar con dos años de convivencia demanda orden y decoro. Y la verdad, cuando improviso suelo perder tanto el hilo como la elegancia.
Como sea, en este momento, el único coraje que importa es el que siento.
¿El objeto de la rabia?
Yo mismo.
¿La razón?
Dudar.
¿De quién?
De mí.
Y es que, en aquella ocasión -cuando se escondió el coraje-, yo sabía por qué hacía lo que decía y escuchaba lo que quería. Seguro de mi ideas e impresiones, tomé la decisión que hoy sé era adecuada. Pero no sirvió. Faltó coraje y determinación. Decidí (?) seguir y fallé.
Hoy compruebo que las amistosas y aprensivas voces que gustan de hincharme las bolas, en realidad buscan lo mejor.
Al parecer, mi conciencia y razón han sobrevivido a los malos tratos de los últimos años y sienten por quien escribe un respeto mayor al que éste siente por sí mismo.
¿Que por qué digo eso?
Porque sólo alguien con nulo auto respeto habría aceptado los términos y condiciones del contrato que ahora expira. Del mismo modo en que se requiere alguna severa calamidad cerebral para anular la lógica y la sensatez, al actuar en sentido opuesto al que éstas dictan.
También sirvió de asunto al correo electrónico donde enlisté los porqués del truene.
¿Que por qué escribí mis razones?
Pues porque acabar con dos años de convivencia demanda orden y decoro. Y la verdad, cuando improviso suelo perder tanto el hilo como la elegancia.
Como sea, en este momento, el único coraje que importa es el que siento.
¿El objeto de la rabia?
Yo mismo.
¿La razón?
Dudar.
¿De quién?
De mí.
Y es que, en aquella ocasión -cuando se escondió el coraje-, yo sabía por qué hacía lo que decía y escuchaba lo que quería. Seguro de mi ideas e impresiones, tomé la decisión que hoy sé era adecuada. Pero no sirvió. Faltó coraje y determinación. Decidí (?) seguir y fallé.
Hoy compruebo que las amistosas y aprensivas voces que gustan de hincharme las bolas, en realidad buscan lo mejor.
Al parecer, mi conciencia y razón han sobrevivido a los malos tratos de los últimos años y sienten por quien escribe un respeto mayor al que éste siente por sí mismo.
¿Que por qué digo eso?
Porque sólo alguien con nulo auto respeto habría aceptado los términos y condiciones del contrato que ahora expira. Del mismo modo en que se requiere alguna severa calamidad cerebral para anular la lógica y la sensatez, al actuar en sentido opuesto al que éstas dictan.
viernes, 13 de julio de 2012
El otro; el buen salvaje.
Alguna vez expresé el desconcierto que me provoca escuchar a "la gente" hablar sobre "la gente".
Y es que nunca he tenido claro a quién me refiero cuando hablo de "la gente", de "el otro" o de "los demás".
Seguramente alguien ya pensó, habló y escribió al respecto. Sin embargo, encuentro gracioso el empeño con que me separo de "los otros" y caigo en el típico error de apuntar con un dedo sin reparar en que otros tres me señalan al mismo tiempo.
El tema me asaltó a la mitad de la más reciente película de Oliver Stone, Salvajes (2012).
En más de una ocasión, las diferencias de lenguaje, costumbres y color de piel, llevan a los personajes a concebir a "los otros" como salvajes.
El toque irónico llega escenas después cuando el "salvaje" emplea el mismo término -salvaje-, para referirse a quienes para él -o ella- ocupan el sitio de "los otros".
Es decir, que en medio de la salvajada, las partes se aferran al control y la razón. Los individuos requieren saberse superiores y lo consiguen reduciendo a la competencia a un concepto vago e impersonal -el otro-, al tiempo que le arrebatan toda cordura y sapiencia al motejarlo como salvaje.
En mi opinión, este salvajismo va más allá de los modales en la mesa o la profundidad en los temas de conversación.
Partiendo de la definición de diccionario -la más llana-, un salvaje es aquel que no está domesticado, cultivado y que además es áspero y monstruoso. En otras palabras, que preferimos eliminar todo rastro de humanidad de quienes no conocemos ni entendemos, a cambio de mantener el control y conseguirnos algo de orden.
Pero, y aquí viene lo interesante, vendría a cuenta reconsiderar qué es más salvaje; vivir bajo un esquema de normas distinto al de los que tienen el control, o destazar conciencia y razón del "salvaje" para creerlo doblegado y derrotable.
Bajo estos términos, podría decir que ser salvaje es la forma menos salvaje de existir, ¿a que no?
Y es que nunca he tenido claro a quién me refiero cuando hablo de "la gente", de "el otro" o de "los demás".
Seguramente alguien ya pensó, habló y escribió al respecto. Sin embargo, encuentro gracioso el empeño con que me separo de "los otros" y caigo en el típico error de apuntar con un dedo sin reparar en que otros tres me señalan al mismo tiempo.
El tema me asaltó a la mitad de la más reciente película de Oliver Stone, Salvajes (2012).
En más de una ocasión, las diferencias de lenguaje, costumbres y color de piel, llevan a los personajes a concebir a "los otros" como salvajes.
El toque irónico llega escenas después cuando el "salvaje" emplea el mismo término -salvaje-, para referirse a quienes para él -o ella- ocupan el sitio de "los otros".
Es decir, que en medio de la salvajada, las partes se aferran al control y la razón. Los individuos requieren saberse superiores y lo consiguen reduciendo a la competencia a un concepto vago e impersonal -el otro-, al tiempo que le arrebatan toda cordura y sapiencia al motejarlo como salvaje.
En mi opinión, este salvajismo va más allá de los modales en la mesa o la profundidad en los temas de conversación.
Partiendo de la definición de diccionario -la más llana-, un salvaje es aquel que no está domesticado, cultivado y que además es áspero y monstruoso. En otras palabras, que preferimos eliminar todo rastro de humanidad de quienes no conocemos ni entendemos, a cambio de mantener el control y conseguirnos algo de orden.
Pero, y aquí viene lo interesante, vendría a cuenta reconsiderar qué es más salvaje; vivir bajo un esquema de normas distinto al de los que tienen el control, o destazar conciencia y razón del "salvaje" para creerlo doblegado y derrotable.
Bajo estos términos, podría decir que ser salvaje es la forma menos salvaje de existir, ¿a que no?
martes, 3 de julio de 2012
Artes 20.
Este lunes cerré la puerta de Artes 20 por última vez.
Aquel espacio cercano al mito donde se construyó la historia palabra por palabra es ahora un lugar ajeno.
Dos años antes de hoy, mi paso fugaz dejó de importar al interior de sus helados muros. Sin embargo, siempre supe atesorar un puñado de oportunidades para regresar a la casa donde perdí la sonrisa verdadera.
Pero no más. Hoy cerré la puerta de Artes 20 por última vez. Y con ese portazo me eché encima el montón de recuerdos escondidos entre los adobes y a un costado del maguey.
Hoy recogí del baño de azulejos la memoria de una cara rasurada y expectante. Luego saqué de abajo de la cama los trozos de conversación que no sólo resistieron al tiempo; también lo hicieron a las ganas de olvidar.Y finalmente me guardé las lluvias, las noches que no acaban y las docenas de miedos que se fueron quedando en los rincones.
Al final, antes de irme, regresé al muro de los retratos y volví a guardar la ingenuidad e inocencia que abandoné en ese lugar. ¿Qué haría con esa parte de mí que perdí como se pierden las cosas que saben mejor lejos? Ese trozo de historia lo dejo junto a la desazón y el enojo que me obligó a cerrar la puerta con más fuerza de la necesaria.
Y es que Artes 20 es el pretexto de una desdicha que no acaba.
Al menos me pude deshacer de otra sonrisa a medias. Es cierto que ya no las hacen como antes, pero la verdad es que tampoco soy el que fui. La sonrisa la abandoné en la entrada, en la puerta amarilla donde empezó el romance con mi nueva vida. Ojalá que al verla sepas que no era lo que pensé dejar. Pero qué más da, sin importar lo que dejara, se habría vuelto una ofrenda al tiempo, cuyo incansable andar terminará por machacar el pasado donde nos guardo juntos y al que regreso cada que pienso en lo lejos que está.
Aquel espacio cercano al mito donde se construyó la historia palabra por palabra es ahora un lugar ajeno.
Dos años antes de hoy, mi paso fugaz dejó de importar al interior de sus helados muros. Sin embargo, siempre supe atesorar un puñado de oportunidades para regresar a la casa donde perdí la sonrisa verdadera.
Pero no más. Hoy cerré la puerta de Artes 20 por última vez. Y con ese portazo me eché encima el montón de recuerdos escondidos entre los adobes y a un costado del maguey.
Hoy recogí del baño de azulejos la memoria de una cara rasurada y expectante. Luego saqué de abajo de la cama los trozos de conversación que no sólo resistieron al tiempo; también lo hicieron a las ganas de olvidar.Y finalmente me guardé las lluvias, las noches que no acaban y las docenas de miedos que se fueron quedando en los rincones.
Al final, antes de irme, regresé al muro de los retratos y volví a guardar la ingenuidad e inocencia que abandoné en ese lugar. ¿Qué haría con esa parte de mí que perdí como se pierden las cosas que saben mejor lejos? Ese trozo de historia lo dejo junto a la desazón y el enojo que me obligó a cerrar la puerta con más fuerza de la necesaria.
Y es que Artes 20 es el pretexto de una desdicha que no acaba.
Al menos me pude deshacer de otra sonrisa a medias. Es cierto que ya no las hacen como antes, pero la verdad es que tampoco soy el que fui. La sonrisa la abandoné en la entrada, en la puerta amarilla donde empezó el romance con mi nueva vida. Ojalá que al verla sepas que no era lo que pensé dejar. Pero qué más da, sin importar lo que dejara, se habría vuelto una ofrenda al tiempo, cuyo incansable andar terminará por machacar el pasado donde nos guardo juntos y al que regreso cada que pienso en lo lejos que está.
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