Alguna vez expresé el desconcierto que me provoca escuchar a "la gente" hablar sobre "la gente".
Y es que nunca he tenido claro a quién me refiero cuando hablo de "la gente", de "el otro" o de "los demás".
Seguramente alguien ya pensó, habló y escribió al respecto. Sin embargo, encuentro gracioso el empeño con que me separo de "los otros" y caigo en el típico error de apuntar con un dedo sin reparar en que otros tres me señalan al mismo tiempo.
El tema me asaltó a la mitad de la más reciente película de Oliver Stone, Salvajes (2012).
En más de una ocasión, las diferencias de lenguaje, costumbres y color de piel, llevan a los personajes a concebir a "los otros" como salvajes.
El toque irónico llega escenas después cuando el "salvaje" emplea el mismo término -salvaje-, para referirse a quienes para él -o ella- ocupan el sitio de "los otros".
Es decir, que en medio de la salvajada, las partes se aferran al control y la razón. Los individuos requieren saberse superiores y lo consiguen reduciendo a la competencia a un concepto vago e impersonal -el otro-, al tiempo que le arrebatan toda cordura y sapiencia al motejarlo como salvaje.
En mi opinión, este salvajismo va más allá de los modales en la mesa o la profundidad en los temas de conversación.
Partiendo de la definición de diccionario -la más llana-, un salvaje es aquel que no está domesticado, cultivado y que además es áspero y monstruoso. En otras palabras, que preferimos eliminar todo rastro de humanidad de quienes no conocemos ni entendemos, a cambio de mantener el control y conseguirnos algo de orden.
Pero, y aquí viene lo interesante, vendría a cuenta reconsiderar qué es más salvaje; vivir bajo un esquema de normas distinto al de los que tienen el control, o destazar conciencia y razón del "salvaje" para creerlo doblegado y derrotable.
Bajo estos términos, podría decir que ser salvaje es la forma menos salvaje de existir, ¿a que no?

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